Como
todos los viernes 13, Alfred esperaba en su lujosa mansión al misterioso carro
negro con vidrios polarizados que
ocultaba todo lo que estaba en su interior. Cuando eran las seis de la tarde y el sol
había sido desplazado por la oscuridad de la noche, cuya luna brillaba
inmaculada, Alfred corrió sus cortinas rojas de terciopelo, las auténticas
cortinas que habían adornado el Palacio de Versalles hasta la Revolución
Francesa, se asomó por la ventana y divisó ansioso aquel auto que parecía
estar siempre allí.
Su mayordomo abrió la puerta y le dio la
bienvenida a Marco, el Todopoderoso. Le decían así porque era capaz de conseguir
todo lo que le pidieran así estuviera en los lugares más recónditos del mundo.
Tenía en sus manos una caja cubierta por una tela negra, tan negra como su mirada, que parecía del mismo color de
la noche.
Sentado en su sillón rojo y tomándose una
copa de coñac, Alfred miraba atento sus
pinturas colgadas en la pared. La Manisidia, Las dos Esperanzas, La Dame del
Cuervo y otras obras que se habían pintado en el Renacimiento y que se las
había traído, quien sabe cómo, Marco. El
Todopoderoso entró a la sala e instantáneamente la atención de Alfred, el
excéntrico millonario, se puso en la caja cubierta por la tela negra.
Entonces, Marco, como siempre, dejó la caja
en la mesa de trueque, así la llamaba Alfred. El Todopoderoso tomó su
pago, mil onzas de oro puro, debidamente pesados. La gente decía
que Alfred era tan rico que tenía una bodega llena de lingotes de oro, diamantes y piedras preciosas. Y era cierto,
tenía tanto oro que no sabía qué hacer con él. Se acercó a la mesa como un felino acechando a su presa, cogió con su dedo índice y pulgar la capa
negra que cubría su caja y la jaló como si fuera un mago mostrando un truco.
Ahí
estaba, la última cabeza de chamán que completaría su colección. Ya tenía los cráneos momificados de un Tayrona, de un Muisca, un Quimbaya, un Calima, un Zenúe y solo le faltaba una de la tribu San Agustín. Era una caja de vidrio que guardaba una cabeza bien momificada y correctamente maquillada, con los ojos bien grandes y vivos y la
boca medio abierta.
De
pronto, mientras dormía, se levantó con gotas de sudor en su frente, con la
sensación de que lo observaban. Entonces, de su armario tomó la escopeta que había
pertenecido a un coronel alemán de la Segunda Guerra Mundial. Bajó las
escaleras con pasos silenciosos, revisó las alarmas, los cuartos de colecciones,
la sala y todos los lugares de su mansión. No había nada, todo estaba en orden.
Pensó entonces en subir a su dormitorio y volver a conciliar el sueño. Cuando le faltaba solo un escalón para estar
en el segundo piso escuchó un sonido, fue como un estruendo para sus oídos y
una certeza de que alguien estaba en sus aposentos. Revisó de nuevo con una
paranoia obsesiva cada rincón, pero no
había nada más que el silencio taciturno de la noche. Pensando
que eran ideas de su imaginario se sirvió el que sería su último coñac y se sentó
en su sofá rojo.
En ese instante una sombra invadió la sala,
Alfred sintió unas manos fuertes, poderosas, frías y decididas que apretaban su
cuello. Poco a poco esas manos le iban quitando la respiración y en la larga
agonía de la muerte, Alfred recordó la advertencia constante de Marco, El Todopoderoso:
“Estas cabezas son de los chamanes más
poderosos y sabios de las diferentes tribus precolombinas. Cuenta la leyenda
que ellos no pueden ser sacadas de su entorno y si usted lo hace la magia que
las acompaña seguirá viva y no descansarán hasta volver a su lugar de origen”.
Evocó la imagen del carro misterioso, aquel que traía siempre sus objetos pero
nunca mostraba la cara. Y en su último suspiro pidió perdón a la madre tierra y
a todos sus dioses ancestrales.
Epílogo
A la mañana siguiente, los periódicos anunciaban la desaparición de los líderes de las tribus indígenas. Estas tribus se quejaban ante los medios de comunicación por la falta de seguridad que los había intimidado por meses. Un viejo sabio, de 90 años, de la tribu San Agustín comentaba que la noche anterior había soñado con el gran chamán que le decía que volvería a sus tierras para quedarse.
Epílogo
A la mañana siguiente, los periódicos anunciaban la desaparición de los líderes de las tribus indígenas. Estas tribus se quejaban ante los medios de comunicación por la falta de seguridad que los había intimidado por meses. Un viejo sabio, de 90 años, de la tribu San Agustín comentaba que la noche anterior había soñado con el gran chamán que le decía que volvería a sus tierras para quedarse.